Una escena cotidiana que nos confronta con las reglas no escritas del machismo, el capacitismo y la exclusión

La semana pasada, un día después del apagón que afectó a gran parte del país, decidimos no llevar a nuestro hijo al colegio. Él es autista y, tras el caos del día anterior, necesitaba recuperar su rutina, su calma. Así que elegimos ir al parque por la mañana, buscando un momento de respiro y disfrute para él.

Era una mañana atípica. Los colegios e institutos estaban abiertos para facilitar la conciliación familiar, pero no había clases. Eso se notaba en el ambiente. Niñas y niños llenaban los columpios; pero eran adolescentes entre 12 y 14 años de edad.

Nos acercamos a una zona con un gran tobogán y otros juegos. Mi hijo quería tirarse por el más alto, pero para hacerlo debía pasar una especie de “prueba”. Un grupo de cuatro chicos se había apropiado del espacio, exigiendo una contraseña para dejarle pasar. “Jugaban” a mandar. Yo les escuchaba con atención. Estaban diciéndole algo a mi hijo, que los ignoraba por completo, no porque quisiera, sino porque no comprendía su petición. Y eso no les gustó. Ya estaba alerta, preparada para intervenir si era necesario.

Entonces, uno de ellos gritó:
“¡Es la hora de f..r por el c…o!”
(No escribo las palabras completas, pero “piensa mal y acertarás”).

Ahí terminó su “jueguecito”.
Mi esposo intervino con un tono firme. Yo opté por explicar: les conté que nuestro hijo es autista, que solo quería jugar como cualquier otro niño, que merecía respeto y tranquilidad.

Uno de los chicos se asomó por la ventanita del tobogán y juntó las manos en señal de perdón. ¿Sarcasmo o arrepentimiento? No lo sabré.

Mientras tanto, mi hijo, ajeno a todo, siguió haciendo lo que había ido a hacer: tirarse por el tobogán más grande, ocupando su espacio, ese que le corresponde por derecho. Para entonces, los chicos sabían que estábamos al tanto de su comportamiento.

Fue entonces cuando observé a dos niñas, de unos 11 o 12 años. Jugaban en los alrededores, pero no se acercaban a esa zona, a pesar de ser la más atractiva del parque. Se mantenían al margen, como si ese espacio no les perteneciera. Solo cuando los chicos se marcharon, se animaron a subir. Vi a sus madres sentadas en un banco, absortas en sus móviles, ajenas a lo que ocurría.

Los cuatro chicos se fueron por diferentes rutas, sin pasar junto a nosotros. Saltaron la valla. No usaron la puerta. No dieron la cara.

Y entonces lo vi claro: ese parque era una maqueta a escala de nuestra sociedad.
Niños que imponen reglas absurdas, excluyentes, incluso violentas.
Niñas que se apartan y no pisan ciertos espacios si no se les da permiso.
Personas adultas que no ven, o no quieren ver.
Y mi hijo, autista, tratando de disfrutar en un entorno que no siempre le comprende y, a veces, se aprovecha de su diferencia.

La escena me removió profundamente. Porque más allá del enfado, la tristeza o la incomodidad del momento, entendí que no eran solo cuatro chicos. Era el machismo. El capacitismo. La masculinidad tóxica. La jerarquía. El poder impuesto. La insolidaridad. Reproduciéndose una vez más.

Y entonces me pregunté:
¿Quién enseña eso?
¿Quién lo permite?
¿Quién lo transforma?

Porque sí, por muy enfadada que estuviera con esos chicos, al final somos las personas adultas quienes debemos asumir la responsabilidad: de ellos, de las niñas que no se atreven a ocupar su espacio, y de mi hijo, que no debería tener que superar una contraseña absurda para jugar. Somos responsables de garantizar que jugar sea un derecho, no un privilegio; de transmitir valores que fomenten la solidaridad, el respeto y una cultura de paz. Y también, de asegurarnos de que los parques —como ese en el que estábamos, irónicamente llamado “Parque de la Solidaridad”— sean espacios verdaderamente seguros para todas las infancias.

Reflexión final

Esta historia es pequeña, pero no inofensiva. Y creo que merece ser contada para que empecemos a mirar con más atención qué significa realmente estar y participar en espacios inclusivos: escuelas, institutos, parques, patios, actividades de ocio, entornos laborales…

Para que nos hagamos preguntas incómodas sobre cómo educamos, qué permitimos y qué mensajes transmitimos —incluso cuando no decimos nada.

Porque sí, un tobogán también puede ser una trinchera.
Y porque todas las infancias, en su diversidad, no deben seguir siendo apartadas ni silenciadas.

Por último, me encantaría saber tu opinión.
¿Te ha pasado algo similar?
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